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Hoy toca algo de actualidad y, aunque suene ególatra, va a ser mía. En un debate sobre opinión pública en clase todo desvarió hasta llegar a hablar de los programas de televisión de hoy en día. Sálvame, por ejemplo, que es lo que vende. No voy a entrar en su éxito (gran share pero no llega a dos millones de televidentes y es superado por numerosos programas) sino en la necesidad de cambiar ciertas cosas. No es ahora cuando hay que hacerlo. Quizás tampoco mañana. Pero en un futuro más cercano que tardío debería llegar.

Me extrañó quedarme solo entre tanto periodista a la hora de criticar este tipo de programas. «Es lo que vende a un precio barato». Puede ser. «Parto de una base idealista y no realista». Esto es todavía más probable dada mi condición. Pero creo que nadie entendió lo que yo quería decir.

Soy consciente, porque por encima de ser un déspota ilustrado soy persona, de que debe haber información para todos. Esto es, del corazón, de música, series, informativos… No se debe confundir el hacia dónde vaya dirigido con una calidad inferior o superior. Creo que no sería el primer caso en el que un programa de corazón informa y está bien hecho. En definitiva, un programa que no repulse a los 45 millones de españoles restantes que no ven esto.

Y es aquí donde me gustaría llegar un poco más lejos. Estos programas minusvaloran a la sociedad. También a los que lo ven, que lo único que buscan es un desvío de la atención de sus trabajos, sus problemas o sus estudios. Tan solo no pensar en lo que siempre hacen. Y parece obvio que Sálvame lo consigue. Pero también lo parece, al menos a mí, que otro tipo de programa también. Nos minusvaloran porque nos ofrecen un uno (en una escala de 0 a 10) pudiendo ofrecernos un cuatro con el mismo dinero, la misma función y probablemente con la misma audiencia. Programas como ‘Tu cara me suena’ o incluso ‘Hay una cosa que te quiero decir’ lo demuestran. No se pide una calidad excelente, tan solo razonable. Algo que no dé asco o degrade a actores y televidentes en numerosas ocasiones. Que entretenga, que busque morbo o lágrima fácil si quiere (al final resulta que no soy tan idealista).

Y, sobre todo, no nos engañemos. No recurramos al término democrático para saber qué gusta y qué no. No se puede caer en el mismo error que en las elecciones donde la fuerza más votada es, precisamente, la que no se presenta, la que no vota. Dos millones de espectadores de otros diez (tirando a lo alto) que estén viendo la televisión en ese momento nos deja el share que tiene, en cifras cercanas al 17%. Pero esto dista mucho del share de la gente que no vea nada porque nada le convence (porque en España no trabaja tanta gente). ¿Alguien puede asegurarme que cambiando el contenido no es posible que se fueran algunos de los que lo están viendo y llegaran otros? Nadie. Cábalas, pensamientos… Pero nadie puede asegurarlo.

Sin embargo, este no es el mayor problema. Los hay superiores y todo gira en torno a la democracia. Primero porque si lo que se me ofrece a esa hora en televisión no supera el cinco, no hay igualdad. Este término tan democrático y tan olvidado. Puedo elegir, por supuesto, pero entre cosas iguales. Eso o no ver la televisión. Falta una pieza clave. Vaya metáfora entre programación y política, ¿no?

Pero perdonemos, hasta cierto punto, a las empresas audiovisuales. Hay dinero de por medio y en ello se basan. Da miedo perder algo que tienes por algo que no sabes si tendrás porque eso conllevaría a pérdidas millonarias. La suerte es que Internet y las televisiones inteligentes están variando esto con todo tipo de contenido a la carta y al final todo le explotará en la cara a los que les dio miedo mirar al futuro. A aquellos que nos miraban como inmortales y no como algo pasajero. A nadie se le debe escapar esto. Por detrás vienen otros, con más mecanismos, otras circunstancias y mayor cultura (en número con respecto ahora)… Y es ahora cuando surge una pregunta… ¿Para cuándo unas elecciones inteligentes?